¡No es cuestión de risa!
Entraron a la oficina llorando, manifestando casi a gritos sentirse muy tristes y en sus caritas se notaba un real descontento. Como respuesta a la pregunta lógica obtuve, en voz entrecortada por los sollozos la frase: “No quiero ser su amigo, bueno, si quiero, pero es que dice muchas groserías y yo no quiero aprender eso porque luego se las digo a mis hermanos pequeños y me hace sentir muy mal”; a lo que el otro pequeño respondió con gran tristeza en medio del llanto: “Yo no las decía pero los niños grandes las dicen y ahora las digo pero no las quiero decir y todo está mal”.
Respiramos, tomamos un pañuelo –para ese momento, quienes me conocen, fácilmente imaginarán que también yo estaba llorando y empezamos a platicar hasta que todos volvimos a sonreír y entender que el amor se manifiesta con bondad, con palabras amables y actitudes armoniosas. Todos amigos otra vez, pero… Estas frases me pusieron a pensar, me hicieron ver el otro lado de la moneda. Hasta ahora había entrado en contacto con estas situaciones como el adulto que corrige, o quien para la palabra y modera la situación; pero, esta vez, me quedé sin palabras. Estos pequeños estaban realmente dolidos, arrepentidos y sabían que decir malas palabras estaba dañando su amistad.
No sé en qué momento nos empezamos a acostumbrar a escucharlas, a aceptarlas como parte de nuestra vida y darles entrada en los momentos cotidianos. Nos hemos convertido, así, sin darnos cuenta, en una sociedad soezmente desinhibida; vulgarmente moderna. Lo que hace unos años sería impronunciable en el patio de la escuela entre amigos, ahora se convierte en el vocabulario familiar a la hora de la comida. Y si un pequeño la dice por primera vez, ¡nos causa risa! Ay, es que todos somos “re-mal hablados”.
Las palabrotas, groserías, malas palabras, son parte del lenguaje familiar. Los niños las escuchan en boca de los padres y, en los casos en los que la familia no las usa, los pequeños entran en contacto con chicos que las dicen en la escuela o bien las escuchan en programas de televisión que pasan en horarios “familiares” o en películas que llegan a sus ojos… y oídos.
Afortunadamente, no todos admiten la moda y, en casos como el de estos pequeños, la sensibilidad se ve tan afectada que tratan a toda costa de no decirlas, porque “quieren ser buenos”. ¡Los niños quieren ser buenos, quieren seguir siendo amigos sin ofenderse! Esa es la naturaleza del ser humano.
Entonces, ¿por qué las groserías se aprenden tan fácilmente? ¿Por qué los niños las repiten en los momentos menos convenientes? Ahora que me he metido a leer un sinfín de artículos sobre groserías y palabrotas, según estudios realizados por educadores y psicopedagogos, hay una etapa que va de los 5 a los 9 años en lo que los niños disfrutan diciendo malas palabras, aún sin saber su significado. Lo cierto es que con los tiempos modernos, lo que antes se corregía en casa, en la escuela, ahora se ha convertido en una manera permanente de hablar que dura toda la vida. Lo que no es cierto es que el decir malas palabras sea un asunto muy celebrado, pues en el fondo, mucha gente todavía tiene un censor que rechaza esas manifestaciones.
La pregunta queda todavía en el aire: ¿qué hacer para evitarlo? Es bueno saber de dónde provienen las malas palabras. Hay muchas razones posibles por las que los niños las dicen:
Para sentirse adultos. Cuando los niños escuchan a los adultos decir malas palabras es siempre en un momento de alteración. La gente reacciona con malas palabras y los ánimos se caldean. El ambiente se pone tenso. Los niños dicen malas palabras para ver si ellos pueden crear el mismo ambiente y obtener el mismo resultado. Los niños simplemente están jugando a ser adultos y al mismo tiempo están midiendo hasta dónde puede llegar su fuerza y pueden manipular la situación.
Para obtener atención. Una vez que un niño usa una mala palabra y logra atención y respuesta inmediata de los adultos que están a su alrededor, él se da cuenta que decir malas palabras es un arma poderosa. Cuidado. No es momento de celebrar su primera palabrota, aunque haya sonado muy chistosa en su adorable entonación angelical.
Para demostrar independencia. Los niños están tratando de probar que ellos son individuos “independientes” de sus padres y por lo tanto están probando que tú no puedes controlar todo lo que ellos hacen y dicen. En realidad no podemos controlar lo que sale de sus bocas, eso es un hecho, no podemos saber qué es lo que están pensando y por lo tanto planeando decir. La rapidez del pensamiento-lenguaje les da la posibilidad de evitar que podamos intervenir, ésta es un área en la que ellos se pueden rebelar.
Para ser aceptados en su grupo. Los niños, pero sobre todo los que conviven con chicos más grandes, quieren ser aceptados por el grupo. A menudo, decir malas palabras es visto como algo “heroico” así que decir malas palabras es simplemente una forma para un niño –o un adolescente- tratar de ser parte de su grupo.
Para imitar lo que ven en la televisión o en el cine. Los niños son fácilmente afectados por el ambiente. Si ellos tienen un “modelo” que dice malas palabras, lo más seguro es que ellos también las digan.
Y bueno, a todo esto, ¿cuál es la solución? Una vez que entendamos de dónde provienen, podemos usar una (o todas) las siguientes herramientas:
Fija límites para mantener la calma. A menudo, la reacción de un padre en realidad estimula al niño a repetir las malas palabras.
Un enfoque sencillo y calmado da mejores resultados. “Tomás, esa no es una palabra correcta y tú lo sabes”. Espera un momento calmado para expresarle lo que piensas y fijar límites específicos. Habla del por qué la gente dice malas palabras, define cuáles son las malas palabras, y explícale por qué no son aceptadas en la familia. Aclárale cuáles serán las futuras consecuencias por decir malas palabras y aplícalas la próxima vez que él las diga.
Enséñales alternativas aceptables. A algunos niños les cuesta trabajo entender y expresar sus sentimientos de ira. La falta de madurez los lleva a creer que ellos son los únicos que se sienten de esa manera y que sus sentimientos son malos. A los niños les ayuda que se les permita tener malos momentos, aun cuando se les ha puesto un límite a su comportamiento.
Por ejemplo, cuando un niño llora porque ha sido castigado. ¿Cuántos padres se proponen hacer llorar a un niño? ¡Pero el niño ya tiene una razón para estar triste! Una respuesta correcta es, “Puedes enojarte conmigo pero en tu cuarto con la puerta cerrada.” Si el niño corre hacia su cuarto, no le grites porque lo hace. Es una manera sana de expresar sus sentimientos. Cuando un niño enojado dice malas palabras, inmediatamente ofrécele una alternativa,” Ese lenguaje no es aceptable. Puedes decirme: “estoy enojado contigo o no estoy de acuerdo contigo”.
Elogia el buen comportamiento. Cuando un niño responda a la ira de una forma apropiada, asegúrate de reconocérselo.
Pero sobre todo examinémonos como adultos ejemplares que somos. Hagamos una campaña en Comunidad para hablar con “Gracia y Cortesía”, esforcémonos en evitar decirlas, aun estando entre amigas. Recuperemos la belleza de las palabras que nos dejan fortaleza de espíritu, no de aquellas que nos dan estatus y falso poder social.